¿Viajar o estar siempre con las ganas de encontrar horizontes? Ese es quizás mi dilema hasta que el avión despega y el mudo se va haciendo pequeño y todo es horizonte como en los días lejanos de mi niñez campesina sin brújula y sin carta de viaje porque el único punto permitido del mundo era Meneses y sus calles pequeñas, sus rincones, su gente y aquella manía vieja de soñar escapadas y reencuentros cada verano en que venían mis primos y mis primas con noticias de otros lugares del mundo (Mi universo era sólo Cuba, salir de allí era sólo posible echándole imaginación mientras mirábamos el mapamundi del aula o la bola del mundo o reinventándose la vida gracias a las peripecias de los personajes que se apretaban en la biblioteca de mi escuela, excelente, por cierto)
Pero definitivamente soñar es bueno y mejor aún si se tiene la esperanza de que un día se abrirán las ventanas y las puertas y caerán los muros donde se empoza la niñez sin otros alicientes que la fantasía y el juego.
Todo lo que deseé por futuro tuvo implícito o manifiesto la fuga, el abismo, la ruptura, la conquista, la huida pero todo ello llevaba siempre las ganas de volver, no sé si a envejecer o a recoger un beso, no sé si a acomodar el recuerdo a llenarme de los olores que cada mediodía de mi barrio despertaron mi vocación de cocinillas y mi esencia de amante de la gastronomía (también el gordo que soy)
Mi primera escapada real fue a los doce años, hace treinta y tres, entonces dejé atrás las Secundaria en la esquina de casa, a los amigos de la infancia, los únicos que había tenido y me fui sin saber que era duro partir y empezar de cero a agradar y aceptar, a construir un yo que, por su naturaleza, se hacía más complicado que otros “yoes”.
Ahí empezaron los miedos que ahora son certeza, las preguntas que ya no lo son más porque las respondí a fuerza de perder la inocencia y empezaron a nacer interrogantes que no tendrán respuesta y otras que juego a no responder por miedo a parecer que vengo de vuelta de todo.
Ahora, otra vez, tengo ganas de fugas no sé si el amor roto o herido, no sé si porque he descubierto que no eran raíces sino alas mis lazos con el presente que desde hace casi doce años construyo, pero tengo ganas de empezar de cero, de estrenar la vida en un lugar sin nombre con olores por definir y sabores por asimilar, con gentes por descubrir y sobre todo compartir la vida con personas que tengan esta necesidad de fundar y construir vínculos con este tiempo aprisa que lacera esperanzas.
¿Será que vuelvo a adolecer? ¿Será que la adolescencia tiene la suerte de la espiral que no se desprende del punto de partida y siempre vuelve sin llegar a ser la misma?
No sé, pero lo cuelgo por si acaso alguien tiene una respuesta o una pregunta mejor planteada que, a veces suele ser mejor camino.
martes, 23 de agosto de 2011
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