Yo imaginaba
una ciudad con vida y me fui con el tiempo suficiente para recorrerla y ver el
modo en que la gente la habitaba, la animaba; porque ver el ir y venir de la
gente es lo que más me atrapa de cualquier lugar, lo que verdaderamente me seduce. La Plata me
recibió vacía, fantasmal, sin ruidos, con las calles habitadas por el frío y
una luz mortecina que hacía del domingo un día para sentirse abandonado, sin el más mínimos atisbo de esperanza o de
suerte.
Caminé mucho
tiempo, buscaba un lugar para quedarme un rato y que un café espantara mis
presagios. Nada me convidó, nada me propuso ese abrazo conque algunos sitios
ajenos te reciben. Busqué la calle 10 y, al encontrarla, caminé buscando la calle
60. Habían pasado las tres de la tarde, arreciaba el frío y aparecía la gente
caminando sin rumbo, muda.
Anduve algunas
cuadras y llegué al local en el que contaría esa noche, estaba cerrado; me
abrieron unos niños, me presenté, les pedí cobijo y la madre de estos buscó a
Adriana.
La dueña me
saludó, asombrada por mi puntualidad, me ofreció asiento y un café y, mientras
me volvía el calor al cuerpo, escudriñé paredes buscando una señal para
adivinar cómo sería la noche. Al poco, llegaban los hijos y las hijas,
entonces, empezaba la vida: armaban mesas, colocaban sillas, un revoleteo de
manteles coloridos y se hacía hogar la
tarde fría. A la sazón llegó Susana Lino, quien se atrevió a invitarme por una
recomendación de Leonor Arditti, que, a su vez, me conoció a través de
Geraldina Rayo. nos presentamos y ella se sumó al empeño de vivificar, animar,
engalanar, "almar" el espacio.
Ya la tarde
era certeza viva y le gente goteaba, más que puntual, buscando sitio y cobijo.
Al mismo tiempo, una mesa se llenaba de alfajores, tartas, pasteles que la
propia familia había preparado. Yo era parte de todo, del todo que es la Casa de Cultura y Peña La Salamanca, del desempeño de Susana Lino, de la ansiedad y de
la espera.
Y todo se iba
armando lentamente, como guiso de abuela, como masa de pan hecha por manos
sabias. Entonces llegó Juanita Pochet, una poetisa santiaguera (insisto en lo
de poetisa porque para un oficio que tiene una definición hermosa desde lo
genérico, es pecado no aprovecharlo) con ella, con Juanita y con Gabriela fue
la charla apurada y previa a la sesión de cuentos.
Y pasó todo,
como pasa la vida: un cuento y otro y otro y suspiros, risas, temblores,
aplausos y unos ojos destejiendo las sombras para conectar con los míos y fluyó la sesión, como un río, como esa brisa leve que adormece y transporta, como la
sacudida a un árbol cargado de frutas
maduras. Yo sentí muchas cosas y conté con todo lo que vi y sentí desde que mis ojos se encontraron con
la verdad de un espacio auténtico.
Lo que pasó
fue mágico, al menos desde mi punto de vista, pero fue de ese modo porque al
amor de una invisible lumbre nos dejamos llevar y nos fuimos arropando con
silencios, miradas, con palabras, con afectos y con ese puntito esencial de los
humanos que es la infancia, el recuerdo, la raíz, el nido.
Como si no
tuviese el alma en vilo, la Casa, nos regaló una nana "Duerme duerme negrito que tu mama está en el campo negrito...." La cantó Milena Salamanca (hija mayor de Adriana y Luis, los dueños, el alma) con una voz que
proclama verdades, que sacude el recuerdo y, en la sacudida, lo espabila y este
florece como si en la ciudad callada no fuera invierno, como si La Plata jugara
a ser fantasma para dejarse ver el alma cuando la tarde cae para que el sueño
vuele a preñar de trinos la esperanza y la nostalgia, que a la hora del verso
son una misma cosa.
Y yo me quedo
sin palabras porque calor humano, cuentos y una nana hermosa en una noche fría
me devuelve la paz, me arropa y me deja callado esperando el próximo encuentro
con este hogar de luz, calor y abrazo.
1 comentario:
Me encantan las imagenes que has dibujado en este relato...
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