martes, 21 de junio de 2011

De la intuición a la certeza


Hay cuenteros y cuenteras a quienes se les ve venir, se les intuye o se les reconoce como algo que ya ha estado en tu vida de antes (en cualquiera de ellas) y el destino los coloca porque sí de nuevo en tu camino.
Víctor Arajona, es como esos ríos que fluyen con la apariencia de no ir a ningún sitio pero que cantan a su paso y con delicadeza, arrastran en su caudal desde una brizna hasta un tronco enorme y lo hacen con la sutileza y a la vez con la firmeza del agua que no cesa de ir hacia un destino que no sabe si conoce o intuye, pero que tiene claro.
Ángel del Pilar es manantial, es luz, es cantarina y a borbotones salen lucecitas brillantes de sus ojos y con su acento y su voz te va aliviando de esos males que no has creído tener hasta que alguien te acaricia la herida oculta y te la descubre mientras la sana, la cura, la desaparece.
¿Y acaso río y manantial no son complementarios y a la vez uno? ¿Acaso no son raíz y ala, origen y camino?
Así, desde mi apreciación minada de un afecto nuevo pero hondo, la vida los juntó para que fueran uno o varios (el cuentero tiene la suerte de ser cada cosa que nombra) que se arman como las partes de un rompecabezas que, armándose engatusa y engancha, y atrapa hasta hacerte perder los contornos de cada pieza.
Entraron al escenario dando la impresión del "aprendiz de panadero" que ve cada ingrediente del pan con vida propia y como imposibles de mezclar, hasta que empieza y, entonces, todo se amalgama como en un rito antiquísimo y se arma la masa que se amasa y se achica y reposa y crece y se hace pan antes de ser horneada y, luego, es pan que el fuego dora y cuece, fundiendo en una las vidas que lo conforman.
Contar es de esos oficios en los que la paciencia, antes y durante el ejercicio, define la calidad del pan que probaremos todos: quienes tejen las frases para hacer la historia y quienes las destejen para que tenga vida y pueda armarse mil veces, cuando sea contadas.
Fue un espectáculo noble, auténtico, cargado de generosidad; con la simpleza de una olla de pobre que, hirviendo, junta los poquitos que calmaran el hambre, las hambres. Fue una lección de modestia, de mesura, de amor, de equilibrio.
Y, sin pretensiones, arrancaron aplausos y sonrisas, más aplausos y risas y más aplausos y silencios, esos silencios sabios de un público que, por unanimidad y por oficio, se pone de acuerdo para venerar la palabra que funda, la que cura y para agradecer la maravilla de un espectáculo que te deja el alma sosegada e inaugura en ella la sutil impaciencia de los caminos nuevos.

1 comentario:

Ardilla dijo...

Ay! que bonito ramo de flores hemos recibido... mil gracias.