Soy de pueblo, exactamente de Meneses y como casi todos los chicos de pueblo el cine fue una ventana mágica a otros mundos, los posibles, los imposibles, los imaginarios.
Recuerdo entrar con un apretoncillo en el estómago al Cine Maritza (así se llamaba la hija del dueño) y con un montón de expectativas bullendo como si en ese instante mi destino dependiera de lo que pasara esa noche en la pantalla.
Mi abuelo Horacio proyectaba la película y en cuanto se apagaban las luces, se hacía el silencio, asistíamos conmovidos al nacimiento del milagro. Si eras de oído fino se sentía el chasquido de la película ( como en los discos de vinilo) y sólo se rompía el silencio si la trama exigía una carcajada, un suspiro o un grito. Otras veces sonaban estrepitosos silbidos si el rollo terminaba y el "proyeccionista" se había quedado dormido harto de ver tantas veces las mismas escenas.
Era un espectáculo, empezaba a su hora, nos vestíamos para acudir a un suceso y la acomodadora velaba por si algún remolón no encontraba una butaca vacía (las de mi pueblo no estaban numeradas)
Y todo este recuerdo acude presuroso en mi auxilio (parafraseando a Mario Benedetti) porque acabo de ver una de esas tantas películas que hoy nos venden para sacarnos los dineros, la paciencia y las ganas de seguir creyendo que el cine es un arte por encima de una industria que mueve todo lo que mueve.Pero no es la película lo que me hace escribir: es la gente, el irrespeto conque acuden como profanando el milagro de asistir a un espectáculo, cargados de palomitas, bebidas y otras mil chucherías ruidosas que otorgan a la sesión un carácter de picnic malavenido en los que el niño que fui se rebela y exige silencio, un rato de silencio porque el cine no es un bar, el cine es una fiesta de ilusiones en mi recuerdo y sigo siendo el guajirito soñador que se ponía sus mejores galas para asistir a un acto irrepetible de magia que me permitiera ver distinto mi pueblo de horizontes pequeños, mi calle sin asfalto y mi casa agujerada por el tiempo y el olvido...
domingo, 25 de octubre de 2009
jueves, 22 de octubre de 2009
La Habana, en guagua, entró en Pachamama
Me permito parafrasear el título de un libro publicado a raíz de la visita de Juan Pablo II a La Habana, para contar con bombo y platillo el paso de Mirta Portillo por el escenario de la Tetería Pachamama, en Ciudad Real.
Confieso en que no soy imparcial cuando de afectos se trata y que me resulta imposible valorar artísticamente, sin ser subjetivo, a aquellas personas en las que humanamente creo. Mirta , no ha sido la excepción, a pesar de que a penas habíamos tenido contacto (cuando yo venía a España por primera vez, en el 98, ella empezaba con Mayra Navarro en el Taller del Gran Teatro de La Habana) pero puedo asegurar que cada vez que la vi contar, se hacía evidente ese valor en alza para los verdaderos cuenteros: LA AUTENTICIDAD.
En Pachamama hizo gala y alarde de profesionalidad y cubanía, una verdad que define su oficio y que le permitió darse y hacer que los asistentes a la sesión nos diéramos, nos entregáramos al mágico disfrute de viajar en guagua porque los autobuses de estos lares nada tienen que ver con esta "especie", que no medio de transporte, que en la mayor de las islas del Caribe adquiere vida y significados muy propios, únicos.
Fuerza fue la basa en la que se armó la verdad de su contada, atreverse a provocar, más que a seducir desde una parte muy sincera de su ser.Todos caímos en sus redes y yo, con esta vocación melodrámatica que porto en los genes, me estremecí y no me atreví a subir al escenario(con lo que me gusta) que esa noche Doña Mirta Portillo, hizo suyo, definitivamente.
Gracias Mirta por haber conducido magistralmente TU guagua, nuestra guagua, por hacernos vibrar y por hacerme volver a ese pedazo puro de mi raíz y de mi alma.Gracias por ayudarme a constatar que en nuestro oficio sólo hay una verdad que nos define profesionalmente: SER AUTÉNTICOS Y DARNOS ENTEROS DESDE ESA VERDAD INELUDIBLE.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)