y cuando la oscuridad de la noche
sin luna coronó sus cabezas y se tragó de un bocado a los cuatro horizontes del
pueblo, se hizo el silencio y con el silencio el mar cantó una canción cargada
de nostalgia: sentir las olas sin verlas es una ceremonia triste. Y fue tan honda la tristeza que
asumieron que el mar que los había traído en busca de esperanzas sólo le
devolvía el dolor del abandono, del desarraigo, de la fuga y decidieron,
unánimemente, darle la espalda al mar.
En cuanto clareó el día sus
azules, de una, todos levantaron sus casuchas apenas ancladas en la tierra y
como en una danza giraron sus portales tierra adentro y las primeras casas de
mi pueblo dieron, definitivamente, la espalda al mar y a su cantinela. Fue
Meneses el único pueblo en la historia del mundo que se negó a contemplar la
belleza del mar.
Acostumbrado a ser centro de
todas las miradas el mar no comprendió que aquel pueblucho insignificante se
negara a admirar su grandeza. Y fue tanta su ira que decidió arrancarlo,
hundirlo, tragárselo con todas sus casas, sus gentes y sus sueños.
Vino a traición, de noche, vino
subiendo, creciendo silencioso, pero furioso, iracundo, ciego. Vino mientras la
gente dormía a piernas sueltas porque la gente honesta no tiene pesadillas que
le asusten o le aligeren el sueño. Era una mole oscura la que se tendía sobre
Meneses para devastarlo cuando en el alma del mar canto la pena y decidió
arrancar a mi pueblo de sus raíces chicas y llevarlo tierra adentro.
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