El bisabuelo de mi tatarabuelo,
que no sabía escribir, le regaló a su hijo, el abuelo de mi tatarabuelo, una
palabra.
El padre de mi tatarabuelo, la
escuchó, la guardó en su memoria y cuando quiso regalarla a su hijo, sólo se
acordaba de la música que tenía la palabra; entonces susurró al oído de mi tatarabuelo
una palabra parecida.
Otra fue la palabra pero al fin
al cabo: una palabra.
Mi tatarabuelo hizo, más o menos,
lo mismo con mi bisabuela -no tuvo hijos varones-
Ella lo escuchó atentamente y la
preservó para regalársela a su hijo cuando supiera escuchar, nunca antes. Creció,
se hizo mujer y se fue, después de casada, con mi bisabuelo a otra tierra. Un
lugar con otra lengua, con otro acento.
Allí nació mi abuela y para que entendiera, mi bisabuela tradujo aquella
palabra al soniquete apenas diferente del idioma nuevo, el de su hija.
Mi abuela la aprendió y la dijo
en un susurro a mi padre cuando este tuvo edad para nombrar las cosas.
En la escuela -mi padre fue el
primero que aprendió a leer y a escribir- supo de dónde venía, qué significaba
e incluso aprendió la ortografía de la palabra.
Mi padre me la dio por escrito.
Yo la guardo a la vez que la
busco.
La leo y la releo de vez en
cuando. La repito en mi memoria.
Yo sigo tirando del hilo de la
voz de mi padre, de la voz de mi abuela y de todas las voces que no escuché y
que me dejaron por herencia una palabra, una sola palabra que no digo porque es
un secreto de familia.
Y busco y rebusco y oigo y
escucho, por una sencilla razón: encontrar la música primera de esta palabra
que define mi voz, que la sostiene.
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